jueves, 20 de diciembre de 2012


Conmemoración

El singular dispositivo Copi
Veinticinco años después de su muerte, que se cumplió el pasado 14 de diciembre, la cara de Copi aún no consigue figurar dentro de los billetes de cien literarios: toda su escritura sigue incomodando a la crítica académica que lo etiqueta, con cara interrogante, de “extranjero”, “exiliado”, “transgresor”. Son pocos los que se dejaron arrastrar por la fuerza de su imaginación, que bien comprendida rompe el resguardo teórico para engendrar máquinas revolucionarias de lectura (María Moreno, Patricio Pron), de escritura (César Aira) o ambas (Daniel Link). Resulta difícil encontrar líneas de lectura que no desdibujen su voz en los tradicionalismos teóricos, donde categorías como literatura nacional, autor y obra aún mantienen los esquematismos binarios y los modos bienpensantes que todo Copi no dejó de socavar. En el cruce de distintos soportes (cómics, prosa y obras dramáticas, menos la poesía), trabajó tanto la palabra como el dibujo, formas que combinó en un trazo flexible a su imaginación. Sesenta años después de haberse radicado en París, como señalan, quizá convenga hoy conmemorarlo reestableciendo su centralidad dentro del devenir de lo latinoamericano y postularlo más como un dispositivo que como un excéntrico.

Fuerza pop
“Me cago en la política, haga saltar París si le viene en gana, yo quiero a Conceiçao do Mundo”, grita Copi desesperado a lo largo de toda La guerre des pédés (1982), en que persigue locamente enamorado a esta hermafrodita de catorce años, amazónica, sumamente dulce y violenta, que nada sabe dejar en pie, ni identidades, ni sexos, géneros o instituciones. Es esta concepción del mundo la que se desvanece cuidadosamente a la hora de leer su literatura, como si los temores de abandonar lo humano, que el mismo Copi conjuró, nos siguieran acechando. Lo que se dice su “incorrección política”, más bien, es un alejamiento de las figuras del militante y del exiliado que poblaban París, pero también el mundo. Así se ve en el mapamundi que Copi diseña en la pequeña novela epistolar L’uruguayen (1972). Después de la catástrofe, el pueblo uruguayo, en términos generales, queda conformado por militares y cadáveres que reviven, una banda de alienados incapaces de comunicarse porque perdieron la palabra. Solo logran recuperar frases gracias a las enseñanzas del mismo Copi (“usted ha perdido sus cabellos”, “usted ha perdido su marido”) y reestablecer el mecanismo de la comunicación a través de un juego: sentarse en círculo y repetir la frase aprendida al compañero de al lado. Como los chicos, juegan a la descomposición. El lugar estático de la memoria y del lenguaje asquea a Copi, y de él rehúye de modo incansable. Su postura anárquico-nihilista, que lo impulsa a escribir un texto dramático como Eva Perón (nuevamente, según cuenta la ya famosa anécdota, mal recibido por el público en 1970 cuando se estrena, con la actuación de Facundo Bo, en el teatro l'Epée-de-Bois, a cuyos alrededores aparece pintada la insignia “Vive le justicialisme”), señala en todo caso el modo en que Copi ocupa lugares: su imaginación solo puede acontecer dentro de la selva amazónica en la Luna, donde finalmente decide vivir, en La guerre des pédés, con su Conceiçao do Mundo luego de viajar en una nave espacial y de deshacerse, con mucha sensatez, de las Brigadas Homosexuales (de los militantes homosexuales). En ese espacio desterritorializado, Conceiçao puede soltar a sus anchas un orden de puro goce y deseo que ningún sujeto es capaz de asumir (ni marica –según se tradujo la pieza-, ni loco). De lo que gozan Conceiçao y Copi antes de dormirse, en la escena final, es justamente de la inexistencia de todo trascendental, que deja el escenario abierto a la realización de los imaginarios. Por eso, la imaginación copiana arma una serie dentro de la estética trans: lo transhumano se alcanza transformando, transfiriendo, transmutando, pero nunca transgrediendo. Catástrofe y crisis toman preponderancia en ese hueco que se abre al desaparecer los universales: todo está desorganizado, desclasificado, batido (y, en este sentido, no es, no puede ser, camp). Lo único que permite continuar es la risa vital que trae consigo lo pop. El humor copiano no es uno de sitcom que vuelve insignificante lo serio. Por el contrario, el riesgo está en que de risa podemos llorar, mearnos, morir. No hay peligro mayor que la “risa contagiosa del tercer mundo” del archienemigo de Copi en La guerre des pédés, Vincio da Luna, quien busca de mil maneras (regalándole diamantes, drogas, una cabeza) controlarlo y someterlo, para alejar de él a su Conceiçao. Risa que, lamentablemente, muchos profesan cuando leen a Copi.
Del mismo modo, el mito francés (que repite que todas sus piezas fueron escritas en ese idioma, menos unas pocas como La vida es un tango) rodea la imagen de Copi de rareza y lo convierte en una contradicción a través de sintagmas como “clásico alternativo”. En todo caso, ese gesto debería leerse más como una relación deliberada con el mercado y la masa que como una vía para seguir pensando los problemas ya caducos de literatura y lengua nacionales (porque, si como el mismo Copi declara, su lengua materna es el español y su lengua amante, el francés, nada impide que madre y amante transmuten y sean la misma lengua). Sus dibujos, cómics y personajes están en estrecha relación con el maravilloso y alucinógeno mundo de Disney, caudal imaginario de lo popular, en el que Copi reconoce, al menos, tres elementos esenciales a esta lógica transhumana: la velocidad, el puro presente y la reconciliación de las especies. Con la literatura argentina Copi establece el mismo vínculo que con la cultura popular (de la que se sirvió socarronamente para sobrevivir): la traduce, es decir, la somete al doble juego de pérdida y ganancia, rompiendo así con su sistematicidad, desviando sus lugares comunes, fijos y normalizados, para que adquiera una posibilidad revolucionaria. Traducir, en Copi, es transformar, estallar. Como su abuela, Salvadora Onrubia, que le da el nombre de Copi, él le dará a Borges una hija, Raula Borges, que deriva de la traducción de su propio nombre, Raúl Damonte Taborda. En ese don se encierra la única sociación posible de Copi con la literatura argentina o con la cultura popular: volverlas monstruosas. El mismo método se aplica a la lengua, que se rateriza. Las cartas que Gouri escribe al traductor de La Cité des rats (1979) no son de desciframiento fácil, ya que al ver al revés que los humanos, las ratas, cuando aprenden a trasponer su pensamiento en literatura, “dan vuelta la frase entera”. Más allá del hecho de que Gouri sepa hablar francés e invierta las estructuras sintácticas, lo que interesa es que todo aquello que salga de las bocas sin labios de las ratas será siempre una transformación. Una vez pronunciada esa lengua, el mundo se queeriza: entra en mutación constante. Y adquiere nuevas posibilidades.
A la abuela, también le merece el haber sido su primera lectora y la primera que rió como loca, iniciático puntapié de otro vector esencial de su imaginación: las locas, esos monstruos monstruosos de Cachafaz (1981), que imaginan un espacio (el conventillo), cuerpos y una política de la carne que solo en un conjunto de las literaturas pos2000 latinoamericanas, las de raigambre pop, alcanza nuevas dimensiones (pienso en Dalia Rosetti, Alejandro López, Gabriela Cabezón Cámara, entre otros). Quizá, para terminar de conmemorar a Copi, haya que empezar al revés, invertirlo: leer los problemas contemporáneos y reconocer ahí elementos de la imaginación copiana, que proliferan en nuevas concepciones de mundo a las que algunos, todavía, rehúyen sus miradas. Y sabemos, Copi nos los enseñó, que las miradas son esenciales para sobrevivir.

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