Ya
tenía, cuando la conocí, una manía por lamerse el intermedio del labio,
estirando curvo el músculo lingual, sin hacer esfuerzo por obstaculizar el circuito
de saliva que la humedecía. Pestañeaba a ritmo, mientras mojaba tibiamente y
degustaba, quizá, el sabor de su propio cutis. Nada parecía buscar cuando
concentraba todos sus nervios en esa mínima actividad (instintiva, severa,
continua). El murmullo, que se oía como un ronroneo de cloaca retornando, lo
exhalaba inodoro por la nariz.
¿Necesitar?
Probablemente no hubiese jamás experimentado el vacío. No hablaba; tampoco
comprendía el lenguaje. Probablemente, su madre se decepcionó, varios meses
después del parto, una vez asumido que jamás diría mamá. Por eso mismo, probablemente, no conoció el estado de
embarazo.
Si uno
la miraba metiéndose entre sus pupilas, escarbando esa mina de silencio, solo
podía encontrar, debajo, el piso atemperado, liso, sin engaños, y su cuerpo
poseyendo esa realidad (el mundo todo entero) como si no tuviera piel.
Al
verla, solo yo pronunciaba su nombre. Nunca supe si ella, como una gallina, me
había puesto uno a mí.
octubre 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario