lunes, 1 de abril de 2013

Costra


Tenía peces porque se comía las cascaritas. Rayaba la piel lateral para desprender la corteza de sangre entera, plaqueta sobre plaqueta trabajando, y así moverla con la lengua entre las paletas sedosas y lisas. Saboreaba la vejez de esa rugosidad que estaba a punto de desvanecerse. Con el tiempo –siete redondos años que se sucedieron intransigentes- había labrado más de una técnica: también, a veces, juntaba cascaritas del tamaño de una miga, empalaba, y metía a flotar el escarbadientes coaguloso dentro de la pecera del hermano. Si tenía suerte, el escarbadientes se enviaba por una ola que ella soplaba o sacudía hasta encallar en la carnosa córnea coral de algún pez. Si no, conseguía sacar la estaca mucho antes de que la vieran.
La madre no preguntaba por qué morían los peces. Los levantaba con una mano para nada trémula, los depositaba dentro del inodoro y apretaba el botón. A la veterinaria iba lenta y rutinaria a comprar más mercadería. Ella, en cambio, preparaba nuevas lastimaduras. Su torpeza era incuestionable.

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