Una amiga dejó de fumar y se comió una pizza y media. Va a tener que
tomarse un laxante comercial. Una vez estuvo en un hospital en Perú, donde se
veía la masilla desgastada de los azulejos celestes como si se hubiese acabado
la partida presupuestaria. Todo tenía un tono lúgubre de conspiración. Las
pupilas se le sacudieron convulsivas buscando al menos una sombra extraña. Nada
la encandiló. Pensó en su lámpara de tela y en el riesgo de que ella, también
hubiese quedado encendida. La escena parecía hecha a propósito, para generarle
acidez de temor. “Dos vueltas de calesita” murmuro y su voz hizo eco en los
azulejos vidriosos de baño que dormía. Ese mismo amigo nos sorprendió a todos,
unas Pascuas, con una diarrea descomunal. De dimensiones titánicas. Tan contundente
y abrasiva como el Mar Muerto. Estuvo internado, con suero. Pero el susto no se
le pasó más. Desarrolló una psicología similar al paciente abandónico, aquél que
teme ser olvidado por sus afectos y despojado de todo beneficio social. En fin:
a la persona olvidada, alejada de todo reconocimiento, mejor declararla seca,
rastrillada por el sol. Nada de andar llorando una gota de sudor sobre frente
agolpada. Uña entre molares, palito rascador, guante redoblado, fosforó trunco
¿Cuántas son las pertenencias que se pueden llevar a una isla desierta? En mi
opinión de adolescente renacido siempre cuatro: desodorante, harina, un
telescopio y alguna persona predispuesta. Ahora sólo tenía papel higiénico y
botellas vacías. Ella ya no estaba en mi fotografía imaginaria. Después de un
rato seguimos revisando la caja y encontramos documentos varios de mi padre:
pasaportes ilegales, estatutos de empresas y una partida de nacimiento y una
postal enganchada con una perforadora.
Claramente, hay algo en la atmósfera que ronda la sobremesa.
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