jueves, 26 de septiembre de 2013

Mesa ensamblaje 3 – Tres personajes

El riñón se le salió por el esófago, porque sentía un peligro. Entonces, olió sin freno y pensó que debía hacerse un té. Entró a la cocina con los pies mojados: tuvo miedo de tocar la heladera y se rió de su imagen solitaria, vieja. La puerta hizo ruido (“por el viento, el aire, la ráfaga”, pensó). Afuera seguía habiendo sol. No dijo nada en voz alta. Movió los dedos para que le circulara la sangre. Respiró profundo y encontró su propio eje sobre una hornalla. El agua terminó de hervir: blancuzca se desparramó por una taza. Esperó el milagro del azúcar y comprendió que era cursi. Escuchó dos clics de la lámpara descalentándose. El día tenía, para ese entonces, demasiado tiempo. Eran las cuatro de la tarde.
Pero no era la hora lo que le molestaba. En realidad, era el vapor, condensado en un círculo casi grasiento de rocío inanimado y suspendido. Todavía no llamaría, sino que esperaría a terminarse el té o el día. ¿Qué iba a hacer con semejante respuesta que podía revolver a cualquier animal decente –si es que era eso lo que pudiera, lo que ella tanto temía, ser la respuesta? Entonces, de golpe, retumbó la certeza con tono a nuez podrida: ¡basta de preguntas, megalotería insípida! Defecar es ahora; resumir, para pasado mañana. Tareas concretas: prepararse un té, un café y tirarlo al inodoro; raspar tostadas, licuarlas y alimentar las macetas. Después, a la calle: si los pies se arrastraran, debería pararlos en seco; si se quejara el buitre, mandaríalo al mantequero; si trajeran a Braian…
La comida sobre la mesa eran líquidos, sopas, menjunjes. Braian no podía distinguir si eran verduras, legumbres o carne de pollo. El buitre tampoco. Sin embargo, se embadurnaba la cabeza y el pico en los platos hondos sin siquiera usar una servilleta. Era desagradable verlo comer. “Como verlo hacer cualquier cosa”, pensó mientras se deshacía en quejas mentales cada vez que el buitre masticaba, caminaba de costado o simplemente ponía las alas sobre el abdomen para dormir la siesta. ¡Qué desagradable! Casi le producía náuseas verse en el espejo del cuarto. Se mojó los pies en el bidet lleno para olvidarse del día pesado y del trabajo que todavía seguía sin realizar. Su cuerpo se movía epiléptico de sueño y hambre. No había manera de suplir tanta tristeza. “Si viniese alguien, iría a la heladera”. Era cierto que de los conocidos nadie se dignaría a abrir la puerta sin previo aviso.

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