(...) Made volvió en sí. Freddie
dormía, desde su tumba de palabras, sellada. Palabras de sexo que yacían
enclaustradas en su mausoleo de huesos. Y ella sin las siete llaves para
recuperarlas. Una mano de Freddie le
agarraba una muñeca. Ir al baño iba a ser imposible, al menos hasta que Freddie
dejara de presionar, tan aguerrido. Se extravió Made en la proxémica relación
entre los dos cuerpos. Ella constituía una extensión del cuerpo de Freddie;
aprisionada, poseída por una voluntad implacable. Por la calle era igual. Él la
sostenía, como si ella fuera a caerse; la mantenía a su lado, con temor a que
se perdiera, pero al mismo tiempo declarando una soberanía déspota sobre toda
su persona. Made recordaba cómo en París, Michel no la llevaba de la mano
siquiera. Él caminaba más rápido y ella, con andar difuso, sin apuro, lo seguía
pasos atrás. Nada los unía hasta llegar al destino, o hasta que azarosos
intereses en común los unieran. Le cruzó el entendimiento una duda fría como la
llovizna sobre la frente: Freddie nunca la iba a dejar andar libre y sin apuro
a Made. Cerró los ojos, presionando los párpados para no pensar más. (...)
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(…) Me miré las uñas crecidas de más y no pude
contener una lágrima que recorrió los valles de mi gesto oblongo: ¡la incuria
invadía mi propio cuerpo! Dejadez, decadencia, ruina, barbarie. Términos tan
queridos alguna vez, tan prestos a brindar fruición a la escritura – en agua se
había disuelto mi boca numerosas veces al desenvolver el trazo arábigo con la
forma de dichas palabras, o inlcuso al dictarlas reteniendo por un último
instante las sílabas sobre el labio, o incluso al disponer las letras de molde
sobre la plancha de imprenta jugando como un niño con chiches y aplaudiendo
extático al ver la proxemia de la 'b' y la 'a' con la 'r' de 'bárbaro'
(¡placer!), coincidiendo una vez más y anunciando las coincidencias por venir. Porvenir
– venturoso porvenir. Y ahora, en cambio, las cutículas avanzan sobre las uñas
y las uñas avanzan sobre el aire flotando en el precipicio de mis dedos y se
extienden, sin aviso, hacia el vacío. Me veo vestido con una robe de chambre
percudida y usando remanidas pantuflas; la barba exaspera una cara que supo
enfrentar el peligro y la humillación, pero que ahora a penas puede resolverse
en puchero. (...)
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(...) Produneto
imagina el criadero de palomas de Darwin en 1851, con 300 ejemplares obligados
a aparearse en una proxemia promiscua, para develar en la progenie los
secretos de los caracteres heredados. Algunos pájaros copulan sin cesar, hasta
perder las plumas del cansancio. En el piso el excremento forma una masa
heterogénea con parches cenicientos cubiertos por aserrín, que evita la
propagación de los olores; manchas verdosas o amarillas según el tipo de
semillas consumidas. Sus ayudantes y sus hijos barren las plumas, retiran
restos atrapados entre los alambres, anotan la cantidad y la calidad de los
huevos, algunos de los cuales los baten para que las células de los polluelos
pierdan la orientación. Crecen muslos en vez de cabezas o viceversa, monstruos
deformes que se arrastran graznando con gargantas atrofiadas. Los niños lloran
al ver algunos de los ejemplares dejar de moverse pero su padre, enfebrecido,
toma los cadáveres y los pesa, abre los estómagos para estudiar los restos
alimentarios, vacía los intestinos para fertilizar los bulbos del jardín. Sus
hijos lo obligan a comer galletas con queso y aceitunas mientras el científico
camina por los pasillos abarrotados de jaulas. Su hija Ana tose como tísica,
Darwin se lamenta por saber que le quedan tan solo unas pocas semanas. Golpea
los alambres para que se calmen los niños y las palomas y lo dejen pensar.
Recorre una vez más las instalaciones herrumbrosas, paga los jornales a sus
ayudantes, repone semillas y agua en las jaulas de apareamiento, cierra las
puertas y se va a merendar. (...)
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– Ónidas, ¿me escuchás…?
– Ónidas, ¿me escuchás…?
– … hay veces que me asusto, me asusto del ruido del
teléfono. O cuando escucho una alarma que es, en otro casi igualito, el
timbre, una llamada musical. El tren desde afuera de mi ventana se
confunde con la respiración de mi impresora en estado inactivo, mientras
yo veo sin volumen la tele porque no puedo tolerar voces a la mañana.
Solo la radio, que en mi auto, desde que me manotearon el estereo, zumba
como loca descarriada en todos los semáforos vacíos. Como yo, con esta
idea fija, esta idea, de que la pastillita solo vino a hacer espacio en
mi cabeza, a limpiar el archivero, para darme una tarea: pensar
historias, armar y desarmar, como una mujer de casa y leal a su
tradición, el mismo rompecabezas: del 3 de marzo del 2019 al 24 de junio
del 2020, saber qué pasó del 23 de marzo al 24 de junio; 15 meses, dos
embarazos, 380 cosechas de spirulina, un invierno y dos veranos,
demasiadas facturas de pago. Porque ya no tengo memoria más que para
esto. Ya ni me aburro pensando cómo habré salido de entre los músculos
de mamá. (...)
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