Era
toda inexpresiva, se enclaustraba en la lontananza para no tener que
intercambiar un sí o un no con esos alfeñiques e imberbes que le
obstaculizaban la vista cada vez que giraba la cabeza para que las
vértebras se encastraran de manera irregular y le diera vértigo en
la esquina de los ojos.
El
auto arrancó después de una pausa enervante y dejó que las matas
de pasto a la distancia, se aferraran a lo único movible de su casa;
los ojos.
Dos
tías viajaban en el asiento trasero, forcejeando articulaciones de
brazos y negociando el contenido de un canasto de mimbre, que
trajinaban de un lado al otro del asiento, sin importunar
aparentemente al conductor, berreante, lastimero. El espejo
retrovisor desplegaba ampollas a lo ancho, a lo largo de la visual.
¡Imbécil! Si pudiese – si quisiese- atragantaría el conducto
humeante, el tubo de escape de cualquier camión, camioneta o lancha
a motor que apareciera con el chinchulín o mondongo de ese grasiento
conductor al volante.
“Tenía
miedo me miraba por el espejo, retrovisor solo a través de un ojo.
Era una cara incompleta, solo veía las cejas de un ojo, la nariz y
la parte izquierda de los labios. Tenía canas entre los bigotes, por
eso pensé que ya había pasado los 50 años.”
El
río a través de las ventanas iba acariciando las maderas del fondo.
Se estaba inundando la ciudad, bah, el pueblo.
“Una
cura se asomaba desde el campanario sin hacer ruido. Observaba
escondido desde un sector de la torre. Mi perro jugueteaba con los
destrozos que se iban formando. Intenté retener el agua con trapos
debajo de las puertas, pero no había manera de que el río se
filtrara. El diluvio era tridimensional y demasiado ruidoso para ser
un sueño. Por eso no me pellizqué, ni nada: la soga, finalmente, es
lo único que une: al cuello con el torso, al zapato con el tipo, al
cóndor con nada…con absolutamente nada.”
Si
lo único que hace es sobrevolar un deseo vertiginoso de
individualismo, prefabricado y plástico.
-
Al cóndor, mejor tenerlo de trofeo disecado que de plato principal,-
dijo la tía menos halitósica, mientras pelaba un huevo duro en el
asiento de atrás, solidificando el aire, escaso por cierto, de olor
petrificante.
La
cara de repugnancia se le frunció a Chung, pero nadie lo notó; era
tan inexpresiva. ¿Algún día iban a llegar a destino? ¿O era mejor
alargar esta situación límbica para siempre?